Es de madrugada, en una hora imprecisa en la que los segunderos van más lentos y las horas se retrasan para dar cabida a los sueños tardíos de algunos pocos desvaríos.
Mientras la noche templa el fresco de la ciudad con un mar de lucernas artificiales -cita precisa de mariposillas temerosas-, vuelvo a casa por aceras rotas para que no se noten los defectos de mis pisadas. Pero cada paso descubre un nuevo crujido quebrado ante tal conjunto de lacras cotidianas: sellos de hormigón desdentados, como si fueran juguetes que han perdido algunas piezas y ya, insertas en el conjunto vacío, no se sabe cuáles eran importantes y cuáles secundarias.
Un animal loco –parece un gato- me adelanta espantado. Es igual que una flecha oscura recién estrenada, estremecida y asustada por el susurro envuelto en lágrimas de la diana cuando ésta le dice: “es por ti por quien muero”. Y el certero aguijón del acero sobre la madera queda sobresaltado, por siempre, ante el dolorido silencio que causa su llegada al centro. Queda tan conmovido que también él llora su esencia de virutas invisibles, tan afiladas como sensibles. Espiralillas que volarán a la más mínima señal de movimiento. Pero, tras el primer llanto, la flecha no se inmutará nunca más. Ahora se sabe asesina movida por las manos que la impulsan para sobresaltar otros centros. No hay vuelta atrás una vez que despiertan los instintos. Y se hace adicta a los consejos que buscan el estrépito.
Y con el sobresalto de las horas lentas, huye el gato buscando abrigo en el viejo refugio de la supervivencia, ahora tan lejos. Tan rápido corre que su alma se pierde en la fuga y cae en la acera, mientras su cuerpo, desmadejado por el miedo, se escabulle vertiginosamente, aliviado –de repente y de forma inexplicable-, por la ausencia de cierto peso. Huye y huye, como sombra a la que persigue el diablo... sin ocasión de hacer balance de la batalla; sin saber cuál va a ser el precio que habrá que pagar -esta sexta vez- para que se renueve el milagro.
La acera cuarteada sigue siendo un test enorme al que le faltan muchas fracciones iguales; logotipos enfermos, mutilados y desaparecidos. Es una estampa incompleta que se ha vuelto incómoda camilla de enfermería para un alma abandonada.
Me agacho para mirar el hálito de vida que allí habita, pero es él el que me contempla con ternura. Pide permiso con el hábil silencio que todo lo habla.
Dudo.
De cien mil posibilidades escojo una, aún vestida por la indecisión:
-Ven.
No hubo necesidad de más.
Mi alma de gata abandonada ahora maúlla cuando siente cascabeles lejanos, se agita cuando sobre los tejados mora la luna, se ríe sin prisas cuando se encuentra ante tu espejismo. No te reconoce, pero te desea.
Mi alma de gata perdida convive con mis pasos –siempre en tu busca- a ninguna parte, ha dejado dormidas las esencias de otras almas que, sabe Dios, en quiénes habitarán ahora, en este baile promiscuo de cruces y de salidas. Y te anhela.
Mi alma de gata libertaria me hace huir muy, muy rápido cuando siente el frío de la hora, en la que los segundos se hacen más lentos y los pasos suenan huecos para puzzles sin solución.
¡Me has dejado muda y envuelta!
ResponderEliminarEso, eso, recuerda que eres esa diosa-gata-adelfal, más grande que cualquier soberana de Macondo.
ResponderEliminarVaya piropazo, Saray!!
ResponderEliminarAy, Dios mío!!Estamos todos chalados, Álvaro!! "Más grande que culauqier soberana de Macondo" já!!!! jajajaja
Besos y gracias a los dos!!