Aquellos juncos habían crecido tanto que volcaban, levemente, sus últimos tallos hacia el camino. A ambos lados, el verde de las hojas se cruzaba en un abrazo tejido, como si las de una vereda quisieran mantener a las de la opuesta. Y del encuentro había crecido un pasillo coronado de verde, que alfombraba de sombras irregulares el suelo. Parecía que la naturaleza, conscientemente, se hubiera vuelto una libertina arquitecta capaz de concebir el orden desde la más pura improvisación. Una diseñadora de ramas que traspasaban su propia verdad para convertirse en la nave de un templo fugaz, abierto para el noche y para el día.
La foto -era cerca de Iguazú-, la perdí hace mucho tiempo, como otras tantas cosas. Pero vive en mi memoria.
Allí, en el lugar donde viven todas las cosas...
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