Nació una vez un lugar para el encuentro
en una ciudad clara.
Todos los paseos rodeaban a los recovecos de la mañana
esperando el abrazo de un cualquiera,
de un perfecto cualquiera, sin nombre, que supiera
que los héroes de las guerras
y los dioses de olimpos y ocasos
le miraban, agazapados, asustados del poder de sus manos
capaces de girar la vida sobre sí misma;
sin ángeles, ni demonios, ni himnos, ni solemnidades
ni otros despojos escondidos en colores.
Ojalá ese lugar para el encuentro nazca a cada instante en los dos metros de radio que, rodeándonos, nos persiguen allá donde vayamos.
ResponderEliminarGracias, Lola. Precioso, como siempre.