Cuando empecé a conocerle deseé que no parara de hablar, hasta no necesitar las palabras. Y así fue.
Luego inventamos 900 diccionarios que se reescribían cada día solo para nosostros y nunca eran iguales.
Ahora, las sílabas acarician,
las miradas escriben
y los besos pasan las páginas
hasta cuando están mal escritas.
Aun así, él se empeña en ser anónimo,
a pesar de ser el códice de mis secretos,
el incunable más valioso de mi vida
y el entremés que hace que el resto
sea prescindible.
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