Suena en la radio un fragmento de las Canciones de la muerte de los niños, de Gustav Mahler.
Dicen que el original Kindertotenlieder era un ciclo de 425 poemas, escritos por el poeta F. Rückert entre 1833 y 1834; después de que dos de sus hijos fallecieran en un intervalo de dieciséis días. Mientras lo pienso, nace un agujero negro junto al hígado. Un abismo como el del niño que está solo y tiene una ciudad en la garganta. Tal vez, un transtorno de ciudades marítimas sin escrúpulos, que diría Alberti. Porque "el niño iba para piedra nocturna...". Y dice Lorca que todas las tardes muere un niño.
Recuerdo un texto de Rosalía de Castro en el que la autora evocaba aquel día en el que llovía, y llovía; o la escena lorquiana en la que la luna, engalanada con su polisón de nardos, bajaba a la fragua para llevarse de la mano a una criatura, generando el llanto de los gitanos.
No sé porqué mueren los niños,
ni de dónde sale ese incienso
con sabor a noche;
con el sabor a remedio amargo
ni de dónde sale ese incienso
con sabor a noche;
con el sabor a remedio amargo
que se filtra por las calles
cuando a la muerte le gusta coser
el futuro en llamas
con pespuntes de flor de algodón.
cuando a la muerte le gusta coser
el futuro en llamas
con pespuntes de flor de algodón.
Gota a gota
besa la sal el mar del olvido,
y levanta,
ruidosa,
la pintura que protege al lienzo
besa la sal el mar del olvido,
y levanta,
ruidosa,
la pintura que protege al lienzo
de ser,
simplemente,
simplemente,
un espacio vacío.
Lloran las rejillas de las cunas
el óxido y la carcoma
el óxido y la carcoma
por saberse ventanas abiertas
y peceras sin agua;
quedan incapaces de mecer a las algas
quedan incapaces de mecer a las algas
que alimentarían a los peces
para que pudieran mirar siempre de frente.
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