"... a su entierro no fue ningún rey, nadie lloró por él"
La muerte debería ser un acto íntimo, tan natural como rebelde, pero nunca lo es. También debiera ser cotidiana, pero nuestra incapacidad de saber vivir nos impide morir bien. Siempre nos pilla desprevenidos, con el paso cambiado. ¿No será que, desde hace mucho, tenemos el paso extraviado?
Cuando una persona de la calle muere -en un albergue, en un hospital, en un cajero o en una plaza-, su muerte se silencia. Como si no hubiera nada que decir. Ah, que no se me olvide. Está también la Ley de protección de datos, que legisla su dignidad. La misma que no me permite decir el nombre del hombre de ojos azules, pero sí llamarle y verle como un yonki del montón; la misma ley que obvió sus necesidades -no es un tirado, es un enfermo- en una sociedad materialista, injusta y muy enferma. La ley que institucionalizó el frío en los huesos a través de políticas sociales que poco tienen que ver con el bienestar social y mucho con el escaparate; la ley de la caridad de código de barras.
Cuando una persona de la calle muere -en un albergue, en un hospital, en un cajero o en una plaza-, su muerte se silencia. Como si no hubiera nada que decir. Ah, que no se me olvide. Está también la Ley de protección de datos, que legisla su dignidad. La misma que no me permite decir el nombre del hombre de ojos azules, pero sí llamarle y verle como un yonki del montón; la misma ley que obvió sus necesidades -no es un tirado, es un enfermo- en una sociedad materialista, injusta y muy enferma. La ley que institucionalizó el frío en los huesos a través de políticas sociales que poco tienen que ver con el bienestar social y mucho con el escaparate; la ley de la caridad de código de barras.
Decía que esas muertes se silencian. Será porque no habrá nada que decir. Pero a mí, ese silencio me habla a voces. Y me lo dice TODO. Me dice que los que mueren solos nos señalan con el dedo; me dice que los excluidos nos convierten en los que excluimos; me dice que "desde este lado" difícilmente seremos capaces de reconocer el miedo y que nunca podremos llamarnos dignos si toleramos la injusticia.
Se veía venir que una persona "en esas condiciones" muriera, me dicen. Lástima que entre "esas condiciones" no hubiera sensibilidad. Sensibilidad transformadora. No le veo sentido a un albergue o a un centro municipal que actúa como un hostal -de camas rotatorias- en el que, cierto es, los trabajadores se implican todo lo que pueden, pero las políticas empresariales no calibran un balance humano, que apunte a la totalidad, más que a criterios de rentabilidad. Y nuestras políticas municipales lo permiten.
Y, si se venía venir, ¿con qué herramientas contaban? ¿qué otras necesitan? ¿qué se hizo o se dejó de hacer? ¿cómo mejorar? ¿para que sirve una muerte en la habitación de un albergue si no es para tomar nota desde los despachos? ¿A cuántos más veis venir y calláis? Cada seis días, muere una persona en la calle.
Me entero de esta muerte por los compañeros de albergue de la persona que ha muerto. Y siento el duelo y el miedo. ¿Alguien se plantea qué siente una persona sin hogar que vive en el albergue cuando otra -con la que tiene poca, mucha o ninguna relación- muere?
Bienaventurados los que mueren entre adoquines, colillas o miseria porque sólo ellos nos señalan nuestra miseria.