Era difícil entender que aquella contracción rítmica no tuviera corazón, aquel latido de la vida al impulso del agua.
Toda belleza es arbitraria, absurda y, probablemente, estéril. Probablemente. Pero la señorita medusa era una joya de carne (¿de carne?) a cuya elegancia había que inclinarse, más aún, sabiendo que con aquel baile se acercaba peligrosamente a la orilla, para quedar varada entre las piedras del desprecio.
Así era la elegancia descerebrada de la medusa.
Lo que a unos les parece coquetería, para otros es cuestión de supervivencia.
En esa ocasión, de la señorita medusa, claro.