Hace un año, yo le cantaba una nana a Dolors Alberola en la Plaza Nueva, en plena Feria del Libro. Y le entregaba reales de a ocho. Buscábamos "Los signos de la luz" en palabras de Domingo Faílde.
Te pienso y se me ensancha el pecho, Domingo.
(A Dolors y a Domingo)
“Dime cómo vendrás, tú, que dijiste amarme y cómo romperás el frío,
y cómo llegarás detrás de las angostas piedras y qué dirás entonces...”
Dolors Alberola
y cómo llegarás detrás de las angostas piedras y qué dirás entonces...”
Dolors Alberola
Ella era pájaro, sílaba, gato, mar, noche, luciérnaga y número. A ratos miedo; a ratos orilla. Conocía el don del unicornio y la sibila, y sabía que es preferible pelear a una vida de hastío. Disparaba la palabra certera y reconocía enseguida la forma de una caja de muñecas.
Él era bosque y roca, cisne, muralla abierta, papeles
revueltos, la humildad. A ratos, eco; a ratos horizonte. Poseía el don de los
estetas, el del ingenio y la valentía. Escribía con una preciosa mala letra y
guiñaba el ojo a las velas, para ser dueño de lo efímero del azul.
Ella conocía las líneas de la luz en las que flotan los
sueños, sabía del último tren, escudriñaba los ojos de piedra de los dioses,
que compartían con ella sus secretos. Él
elogiaba las tinieblas como náufrago de la lluvia, como amante de cualquier noche
calcinada.
Él era un ven; ella un voy. Ambos recorrían un paisaje en
llamas descalzos, y reconocían los primitivos nombres de las piedras y los
silencios.
Pero sobre todo, ella entendía el corazón que nos habita.
Pero sobre todo, él entendía que nos habita un corazón.
Pero sobre todo, él entendía que nos habita un corazón.
De ambos siempre nos habló su abundancia:
“la dimensión exacta del mundo es una lágrima”.
“la dimensión exacta del mundo es una lágrima”.
Fuiste, luego somos.