La muerte sobre un caballo pálido en la visión de Jürgen Washuskein
¿Podemos evitar las
tormentas en nuestras vidas? No, evidentemente. Sin embargo, eso no supone que
las vayamos a afrontar desde la sinceridad o la valentía, o que vayamos a salir
ilesos de ella. El tema principal sobre el que se construye La muerte sobre un caballo pálido es
precisamente ese, el de la experiencia de la tormenta, dificultad. Por eso, uno
de los aspectos en los que más se incide es en la honestidad:
Siempre fue más fácil
hacer un nudo que entender su
recorrido.
Siempre fue más fácil
vaciar el estómago de verdades que
digerir las mentiras;
aquellas lapas cristalizadas,
tan peligrosas para piel
como frágiles a la luz.
como frágiles a la luz.
En este mismo sentido,
también, los versos:
Toma este rostro, dijiste.
Toma,
así podrás mirar para otro lado.
Estilísticamente, en ellos
la frase hecha no se violenta como una mera demostración de ingenio, sino como
una manera surrealista de abandonar la realidad ordinaria para reflexionar
desde nuevos ángulos sobre la convencionalidad de la hipocresía.
En efecto, podemos negar
la realidad, dulcificarla o, directamente, mentirnos. Lo verdaderamente difícil
es estar dispuesto a aceptar lo que nos va a decir, sea lo que esto sea.
Aceptar que, a la salida de la tormenta, el aprendizaje nos hará,
necesariamente, distintos de lo que fuimos, en una suerte de viaje sin retorno
al confort inicial:
La excepción solo
pertenece a los que no saben de reglas.
Y tú, ignorante, ya
sabes demasiado.
Porque, además, la
tormenta es dura. Más allá de ese bello objeto de contemplación en que lo hemos
convertido los urbanitas, el mar es
un medio hostil, que pone constantemente en jaque la supervivencia del hombre.
Poéticamente cumple el cometido de enfrentarnos a su inmensidad como contrapunto
de la pequeñez de nuestro yo:
¿De qué forma soltar la
herida sin que cayese al mar
y fuera pasto del hambre
del abismo?
La parte más dura del
libro, La muerte sobre un caballo pálido,
toma, entre otras fuentes de inspiración, los cuadros de William Turner. En
ellos asoma en ocasiones ese enfrentamiento constante contra la destrucción que
encontramos en muchos pasajes de la Residencia
en la tierra de Neruda, pero también esos fantasmas de la noche que
acechaban los poemas breves de Alejandra Pizarnik. Encontramos expresiones
bastante logradas como:
Entrar en el sistema nervioso de la muerte,
este tapiz delirante,
y sobrevivir a su calambre.
O cuando se nos advierte:
El anonimato de los
nombres conoce el sonido de la certeza.
Algún día sonarán las
sílabas de sus gentilicios. Algún día.
Esta mención a los
gentilicios nos retrotrae a los tiempos en los que aún no existían los
apellidos, en los que para designar a una persona bastaba con hablar de María
de Magdala o Heráclito de Éfeso; aquéllos en que se fraguó nuestra ciencia y
nuestra religión.
También cuando se llama al
sueño “acuario de miedo”, con el que se subraya de un modo muy poco
convencional la pasividad con la que somos convocados al espectáculo colorido
de nuestros miedos y anhelos. La deuda con la pintura se aprecia de nuevo en
uno de los poemas situados en pleno corazón del libro, que pretende abrazarse
en su acompañamiento al cuadro cuando dice: “esta furia en las manos,/esta
capilla ardiente,/fría,/como el lento crepitar del mundo/difuminado/al fondo de
este paisaje en llamas//y vacío”.
O cuando se nos evoca una
baranda en la que “el aire detiene el suicidio de los muertos”, que se nos
plantea como una especie de reverso del Apocalipsis, libro en que los vivos
estaban condenados a sobrevivir toda vez que Dios les denegaba la escapatoria
de la muerte al suplicio que les esperaba.
El amor también está
presente en el libro. Hay un tú
presente en muchos versos, pero completamente borrado de su historia
anecdótica. La historia real es la infraestructura vivencial sobre la que se
construye la poesía, pero permanece siempre en el plano que la poeta le ha
asignado previamente. En este caso, como trampolín para el aprendizaje. Ese tú aparece
en poemas tan arrebatados como uno de los centrales del libro: “Sabes que estoy
llena de alfabetos que presagian estas…”. Estilísticamente, la anáfora
construida a partir del “Y si digo” sirve como instrumento para un yo que
siente su expresión poética triunfante, y que nos remite, por ejemplo, al Lorca
de la conferencia-recital del Romancero gitano:
Si me
preguntan ustedes por qué digo yo: “Mil panderos de cristal herían la
madrugada” les diré que los he visto en manos de ángeles y de árboles, pero no
sabré decir más, ni mucho menos explicar su significado. Y está bien que sea
así. El hombre se acerca por medio de la poesía con más rapidez al filo donde
el filósofo y el matemático vuelven la espalda en silencio.
También hace acto de
presencia en el poema: “Paso a paso se desliza la piel por la madera sin
pulir,…”, en el que la ruptura de lo convencional –siempre difícil en el
extenuado caladero lírico del amor- se consigue evocando:
Una jaula abierta que
mide la distancia que
existe entre tus ojos y
los míos, […]
de modo que así queda expresada esa
extraña e invisible dependencia que se siente respecto de la persona amada,
dondequiera que esté. No obstante, tanto si el tú al que se alude es divino o humano, parece lejano, distante. Al
lector le queda la impresión de que no será capaz de satisfacer los anhelos de
la autora.
Y, sin embargo, a pesar de todo lo dicho
se trata de un poemario constructivo. No en vano su subtítulo de apuntes.
Vocablo que debe ser entendido en su sentido más literal y ordinario: esas
enseñanzas que tomamos para superar con éxito un examen, o el reto de preparar
una reunión o un plato de cocina. Esas instrucciones que llevaremos con
nosotros y serán nuestros aliados en los momentos de dificultad, cuando nuestro
cuerpo y nuestro entendimiento estén en apuros. De ahí la importancia de la
honestidad de la que se hablaba en un principio: estos apuntes serán tan
válidos, tan robustos, como la honestidad que les da sustento. Esta voluntad,
sumada a la de suprimir las experiencias reales, se traduce en un gusto por lo
sentencioso, por las conclusiones, en versos concentrados en que se van yuxtaponiendo
sus afirmaciones. También los ecos bíblicos, como las bienaventuranzas en las
que, de nuevo, la autora se alinea con quienes tienen el valor de enfrentarse a
lo que tenga que deparar el destino. Y, también lo hemos visto, las expresiones
hechas y refranes, igualmente vehículos de conocimiento popular.
En “Apuntes para
náufragos” se nos hace testigos del aturdido despertar de uno de ellos. Pero,
lejos de plantarse en lo que da de sí este planteamiento inicial, la autora lo
desarrolla con sensibilidad acompasando el latir de su corazón con los
vivificadores sonidos del mar, la madera y el viento. En esta misma línea
“Apuntes para un despertar”, en que la autora consigue impactar de pleno en la
intimidad del lector apelando a su sombra. Una sombra que no nos es hostil, ni
nos evoca el lado siniestro de la realidad; que “no te nombra; sólo te
acompaña”, ofreciéndose como un aliado para comprendernos a nosotros mismos, o
para reprendernos desde su silencio por abdicar la responsabilidad que para con
ella nos corresponde como sus dueños que somos.
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