Siglo VIII a.C: Según cuenta
Homero en la Odisea, Ulises,
navegando por el Mediterráneo de regreso a Ítaca, se hizo amarrar al mástil de
su barco para no caer en la trampa de las sirenas que, con su canto, atraían a
los marineros a estrellarse contra las rocas.
Principios del siglo XIX: Según
contaba él mismo, el pintor romántico Joseph Mallord William Turner sobornó a
unos marineros para que le ataran al palo de un barco durante una tormenta, y
así contemplarla y vivirla desde dentro.
Principios del siglo XXI: La
poeta Lola Crespo se amarra a un puñado de palabras, para navegar sobre ellas,
y mirar de frente a la tempestad que nos azota por dentro. Y cuando el lector
comienza a leer La muerte sobre un caballo pálido, apuntes para una tempestad (Cangrejo Pistolero Ediciones, 2016), sentimos
que Lola Crespo nos amarra a su mástil y ya no podemos (no queremos) huir. Y
horroriza la tempestad, el torbellino de dolor, angustia, miedo, que la autora
hace nuestros. Y nos fascina, nos hipnotiza y no podemos dejar de mirar. Y sabemos
que su tormenta es la nuestra.
No es preciso que un poema haga referencia a una anécdota real para que
tenga valor (“También la verdad se
inventa” decía Machado), pero lo cierto es que, cuando te adentras en este
libro, tienes la impresión de que un dolor concreto, tangible, atenazaba a la
autora; de que amarrarse a su angustia, nombrarla, fue su forma de sobrevivir;
de que estos poemas tienen algo de exorcismo.
Y ello a pesar de que Lola no cae en la trampa (que habría sido legítima)
de retratar detalles concretos para buscar la emoción.
Ella no cuenta las cosas
que le duelen, sólo recurre, una y otra vez, de manera obsesiva, a la metáfora
del mar y la tempestad: Islas, truenos, ahogados, mástiles, noche…
“Bienaventurados los que se miden con el mar / porque de ellos serán todos los naufragios”.
“Bienaventurados los que se miden con el mar / porque de ellos serán todos los naufragios”.
Mientras leemos, más que a estar amarrados en un barco durante la tormenta, tenemos la impresión de estar sentados en la playa, después de la tormenta, viendo cómo las olas arrojan a la costa los restos de un naufragio. Poemas cortos, de formas muy distintas, sin hilo narrativo, que ni comienzan ni acaban. Parecen fragmentos de algo mayor, de un barco hundido cuya forma podemos llegar a intuir, pero que nunca se nos revela en su totalidad.
Y, junto a las palabras de Lola,
las ilustraciones de Ángeles Fernández. Cuerpos famélicos, calaveras, medusas,
hojas secas. Imágenes que se entremezclan y se clavan en las palabras, como las
algas y las caracolas se incrustan en las tablas del barco hundido. Imágenes
que intensifican el desasosiego, la mezcla de horror y fascinación, el no
querer mirar y no poder dejar de hacerlo.
La tempestad nos devasta en esta
travesía, pero nunca vence la desesperación. Podemos sentir que, en algún
momento, cesará la tormenta.
“Porque todo
era un medio para ser feliz (…) Y una luz por esperar”.
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