-Últimamente, todo va demasiado rápido, aunque no pase nada-, dice Beatrice, cansada de pensar que la construcción de Bomarzo se demora por culpa de aquellos hongos que han aparecido, de la noche a la mañana, en aquellas rocas del jardín.
Y ahí está el Universo, piensa, lleno de acrobacias, repleto de posibilidades, mientras sus leyes están ya escritas.
Galileo pide agua desde la celda que es ahora su casa. Unos años antes, Copérnico soñó que alguien le construiría unas alas de fuego. Pero Leonardo no tiene tiempo que gastar. Ha suscrito ese nuevo contrato que le trae de cabeza, y por ello está enfrascado en una nueva forma de pintura al fresco, -muy consistente-, dice, que, sin embargo, no durará más que el tiempo que tarda un cometa nuevo en recorrer un par de órbitas.
El horizonte, preso de sí mismo, tiene las manos atadas a la espalda. Se sabe ficción, que no existe, aunque sea, y se obliga a la ceremonia de la rotación. E pur si muove.
La tarde es un derroche de cielos, un cuadro inacabado de Artemisia Gentileschi. Ella sabía que Piero della Francesca tenía una extraña forma de contar las monedas, pero que le daría la solución para imaginar aquel arco triunfal por el que, luego, podría atravesar la historia hasta llegar a los pies del paciente inglés.
-Arderemos cuando el sol sea el centro, -se jura Beatrice-, y estaremos en primera fila.
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